CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA
FE
DECLARACIÓN «PERSONA
HUMANA»
La doctrina
perenne de la Iglesia sobre algunas cuestiones de ética
sexual
1.
Consideraciones generales sobre la persona humana y la
sexualidad:
La persona humana, según los datos de la ciencia
contemporánea, está de tal manera marcada por la sexualidad, que ésta es parte
principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres. A la
verdad en el sexo radican las notas características que constituyen a las
personas como hombres y mujeres en el plano biológico, sicológico y espiritual,
teniendo así mucha parte en su evolución individual y en su inserción en la
sociedad. Por esto, como se puede comprobar fácilmente, la sexualidad es en
nuestros días tema abordado con frecuencia en libros, semanarios, revistas y
otros medios de comunicación social. Al mismo tiempo ha ido en aumento la
corrupción de costumbres, una de cuyas mayores manifestaciones consiste en la
exaltación inmoderada del sexo; en tanto que con la difusión de los medios de
comunicación social y de los espectáculos, tal corrupción ha llegado a invadir
el campo de la educación y a infectar la mentalidad de las masas.
Si en este
contexto han podido contribuir educadores, pedagogos o moralistas a hacer que se
comprendan e integren mejor en la vida los valores propios de uno y otro sexo,
ha habido otros que, por el contrario, han propuesto condiciones y modos de
comportamiento contrarios a las verdaderas exigencias morales del ser humano,
llegando hasta a dar favor a un hedonismo licencioso.
De ahí ha resultado que
doctrinas, criterios morales y maneras de vivir conservados hasta ahora
fielmente, han sufrido en algunos años una fuerte sacudida aun entre los
cristianos; y que son hoy numerosos los que, ante tantas opiniones que
contrastan con la doctrina que han recibido de la Iglesia, llegan a preguntarse
qué deben considerar todavía como verdadero.
2. La sana
doctrina moral y la acción pastoral a la luz del Concilio Vaticano
II:
La Iglesia no puede
permanecer indiferente ante semejante confusión de los espíritus y relajación de
las costumbres. Se trata, en efecto, de una cuestión de máxima importancia para
la vida personal de los cristianos y para la vida social de nuestro tiempo
1.
Los obispos tienen que
constatar cada día las dificultades crecientes que, particularmente en materia
sexual, experimentan los fieles para adquirir conciencia de la sana doctrina
moral, y los Pastores para exponerla con eficacia. Son conscientes de que, por
su cargo pastoral, están llamados a responder a las necesidades de sus fieles
sobre este punto tan grave. Ya algunos de entre ellos, e incluso enteras
Conferencias Episcopales, han publicado importantes documentos sobre este tema.
Sin embargo, como las opiniones erróneas y las desviaciones que de ellas se
siguen continúan difundiéndose en todas partes, la Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe, en virtud de su función respecto de la Iglesia universal 2 y
por mandato del Soberano Pontífice, ha juzgado necesario publicar la presente
declaración.
3. La ley natural
y la ley divina:
Los hombres de nuestro
tiempo están cada vez más persuadidos de que la dignidad y la vocación humanas
piden que, a la luz de su inteligencia, ellos descubran los valores inscritos en
la propia naturaleza, que los desarrollen sin cesar y que los realicen en su
vida para un progreso cada vez mayor.
Pero en sus juicios acerca de valores
morales, el hombre no puede proceder según su personal arbitrio. "En lo más
profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley, que él no
se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer... Tiene una ley escrita por
Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual
será juzgado personalmente" 3.
Además, a nosotros los
cristianos, Dios nos ha hecho conocer, por su revelación, su designio de
salvación; y Jesucristo Salvador y Santificador, nos lo ha propuesto, en su
doctrina y en su ejemplo, como la ley suprema e inmutable de la vida, al
decirnos Él: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas,
sino que tendrá luz de vida" 4.
No puede haber, por
consiguiente, verdadera promoción de la dignidad del hombre, sino en el respeto
del orden esencial de su naturaleza. Es cierto que en la historia de la
civilización han cambiado, y todavía cambiarán, muchas condiciones concretas y
muchas necesidades de la vida humana; pero toda evolución de las costumbres y
todo género de vida deben ser mantenidos en los límites que imponen los
principios inmutables fundados sobre los elementos constitutivos y sobre las
relaciones esenciales de toda persona humana; elementos y relaciones que
trascienden las contingencias históricas.
Estos principios fundamentales
comprensibles por la razón, están contenidos en "la ley divina, eterna, objetiva
y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de
la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace
partícipe al hombre de esta su ley, de manera que el hombre, por suave
disposición de la divina Providencia, puede conocer más y más la verdad
inmutable" . Esta ley divina es accesible a nuestro
conocimiento.5
4. El Magisterio
de la Iglesia
Se equivocan, por tanto,
los que ahora sostienen en gran número que, para servir de regla a las acciones
particulares, no se puede encontrar ni en la naturaleza humana, ni en la ley
revelada, ninguna norma absoluta e inmutable fuera de aquella que se expresa en
la ley general de la caridad y del respeto a la dignidad humana. Como prueba de
esta aserción aducen que, en las que llamamos normas de la ley natural o
preceptos de la Sagrada Escritura, no se deben ver sino expresiones de una forma
de cultura particular, en un momento determinado de la historia.
Sin embargo, cuando la
Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica, ponen de
relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando
necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables inscritas
en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelan
idénticas en todos los seres dotados de razón.
Además, Cristo ha instituido
su Iglesia como "columna y fundamento de la verdad" 6. Con la asistencia del
Espíritu Santo ella conserva sin cesar y transmite sin error las verdades del
orden moral e interpreta auténticamente no sólo la ley positiva revelada, sino
también "los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana"
7 y que atañen al pleno desarrollo y santificación del hombre.
Ahora bien, es un hecho
que la Iglesia, a lo largo de toda su historia, ha atribuido constantemente a un
cierto número de preceptos de la ley natural, valor absoluto e inmutable, y que
en la transgresión de los mismos ha visto una contradicción con la doctrina y el
espíritu del Evangelio.
5. La ética
sexual
Puesto que la ética
sexual se refiere a ciertos valores fundamentales de la vida humana y de la vida
cristiana, a ella se le aplica de igual modo esta doctrina general. En este
campo existen principios y normas que la Iglesia ha transmitido siempre en su
enseñanza sin la menor duda, por opuestas que les hayan podido ser las opiniones
y las costumbres del mundo. Estos principios y estas normas no deben, en modo
alguno, su origen a un tipo particular de cultura, sino al conocimiento de la
ley divina y de la naturaleza humana. Por lo tanto, no se los puede considerar
como caducados, ni cabe ponerlos en duda bajo pretexto de una situación cultural
nueva.
Tales principios son los
que han inspirado los consejos y las orientaciones dados por el Concilio
Vaticano II para una educación y una organización de la vida social que tengan
en cuenta la dignidad igual del hombre y de la mujer, en el respeto de sus
diferencias 8.
Hablando de "la índole
sexual del hombre y (de) la facultad generativa humana", el Concilio ha hecho
notar que "superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores
de la vida" 9.
A continuación se ha
aplicado a exponer en particular los principios y los criterios que conciernen a
la sexualidad humana en el matrimonio, y que tienen su razón de ser en la
finalidad de la función específica del mismo.
A este propósito declara que
la bondad moral de los actos propios de la vida conyugal, ordenados según la
verdadera dignidad humana, "no dependen solamente de la sincera intención y
apreciación de los motivos, sino de criterios objetivos, tomados de la
naturaleza de la persona y de sus actos, que guardan íntegro el sentido de la
mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero"
10.
Estas últimas palabras
resumen brevemente la doctrina del Concilio, expuesta más ampliamente con
anterioridad en la misma Constitución 11, sobre la finalidad del acto sexual y
sobre el criterio principal de su moralidad: el respetode su finalidad es el que
asegura su honestidad a este acto.
Este mismo principio, que
la Iglesia deduce de la Revelación y de su interpretación auténtica de la ley
natural, funda también aquella doctrina tradicional suya, según la cual el uso
de la función sexual logra su verdadero sentido y su rectitud moral tan sólo en
el matrimonio legítimo 12.
6. Objeto de la
presente Declaración
La presente Declaración
no se propone tratar de todos los abusos de la facultad sexual, ni de todo lo
que implica la práctica de la castidad. Tiene por objeto recordar el juicio de
la Iglesia sobre ciertos puntos particulares, vista la urgente necesidad de
oponerse a errores graves y a normas de conducta aberrante, ampliamente
difundidas.
7. Las relaciones
sexuales prematrimoniales
Muchos reivindican hoy el
derecho a la unión sexual antes del matrimonio, al menos cuando una resolución
firme de contraerlo y un afecto que en cierto modo es ya conyugal en la
sicología de los novios piden este complemento, que ellos juzgan connatural;
sobre todo cuando la celebración del matrimonio se ve impedida por las
circunstancias, o cuando esta relación íntima parece necesaria para la
conservación del amor.
Semejante opinión se
opone a la doctrina cristiana, según la cual debe mantenerse en el cuadro del
matrimonio todo acto genital humano. Porque, por firme que sea el propósito de
quienes se comprometen en estas relaciones prematuras, es indudable que tales
relaciones no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación
interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo
protegidas, contra los vaivenes y las veleidades de las pasiones. Ahora bien,
Jesucristo quiso que fuese estable la unión y la restableció a su primitiva
condición, fundada en la misma diferencia sexual. "¿No habéis leído que el
Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer y que dijo: "Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa, y los dos se harán una
carne"? Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre" 13. San Pablo es
más explícito todavía, cuando declara que, si los célibes y las viudas no pueden
vivir en continencia, no tienen otra alternativa que la de la unión estable en
el matrimonio: "Mejor es casarse que abrasarse" 14. En efecto, el amor de los
esposos queda asumido por el matrimonio en el amor con el cual Cristo ama
irrevocablemente a la Iglesia 15, mientras la unión corporal en el desenfreno 16
profana el templo del Espíritu Santo que es el cristiano. Por consiguiente, la
unión carnal no puede ser legítima sino cuando se ha establecido una definitiva
comunidad de vida entre un hombre y una mujer.
Así lo entendió y enseñó
siempre la Iglesia 17, que encontró, además, amplio acuerdo con su doctrina en
la reflexión ponderada de los hombres y en los testimonios de la
historia.
Como enseña la
experiencia, para que la unión sexual responda verdaderamente a las exigencias
de su propia finalidad y de la dignidad humana, el amor tiene que tener su
salvaguardia en la estabilidad del matrimonio. Estas exigencias reclaman un
contrato conyugal sancionado y garantizado por la sociedad; contrato que
instaura un estado de vida de capital importancia tanto para la unión exclusiva
del hombre y de la mujer como para el bien de su familia y de la comunidad
humana. A la verdad, las relaciones sexuales prematrimoniales excluyen las más
de las veces la prole; y lo que se presenta como un amor conyugal no podrá
desplegarse, como debería indefectiblemente, en un amor paternal y maternal; o,
si eventualmente se despliega, lo hará con detrimento de los hijos, que se verán
privados de la convivencia estable en la que puedan desarrollarse, como
conviene, y encontrar el camino y los medios necesarios para integrarse en la
sociedad.
Por tanto, el consentimiento de las personas que quieren unirse en
matrimonio tiene que ser manifestado exteriormente y de manera válida ante la
sociedad. En cuanto a los fieles, es menester que, para la instauración de la
sociedad conyugal, expresen según las leyes de la Iglesia su consentimiento, lo
cual hará de su matrimonio un sacramento de Cristo.
8. La
homosexualidad
En nuestros días,
fundándose en observaciones de orden sicológico, han llegado algunos a juzgar
con indulgencia, e incluso a excusar completamente, las relaciones entre ciertas
personas del mismo sexo, en contraste con la doctrina constante del Magisterio y
con el sentido moral del pueblo cristiano.
Se hace una distinción, que no
parece infundada, entre los homosexuales cuya tendencia, proviniendo de una
educación falsa, de falta de normal evolución sexual, de hábito contraído, de
malos ejemplos y de otras causas análogas, es transitoria o a lo menos no
incurable, y aquellos otros homosexuales que son irremediablemente tales por una
especie de instinto innato o de constitución patológica que se tiene por
incurable.
Ahora bien, en cuanto a
los sujetos de esta segunda categoría, piensan algunos que su tendencia es
natural hasta tal punto que debe ser considerada en ellos como justificativa de
relaciones homosexuales en una sincera comunión de vida y amor análoga al
matrimonio, mientras se sientan incapaces de soportar una vida
solitaria.
Indudablemente esas
personas homosexuales deben ser acogidas, en la acción pastoral, con comprensión
y deben ser sostenidas en la esperanza de superar sus dificultades personales y
su inadaptación social. También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia.
Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación
moral a estos actos por considerarlos conformes a la condición de esas personas.
Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de
su regla esencial e indispensable. En la Sagrada Escritura están condenados como
graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una
repulsa de Dios 18. Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos
los que padecen de esta anomalía son del todo responsables, personalmente, de
sus manifestaciones; pero atestigua que los actos homosexuales son
intrínsecamente desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún
caso.
9. La
masturbación
Con frecuencia se pone
hoy en duda, o se niega expresamente, la doctrina tradicional según la cual la
masturbación constituye un grave desorden moral. Se dice que la sicología y la
sociología demuestran que se trata de un fenómeno normal de la evolución de la
sexualidad, sobre todo en los jóvenes, y que no se da falta real y grave sino en
la medida en que el sujeto ceda deliberadamente a una autosatisfacción cerrada
en sí misma (ipsación); entonces sí que el acto es radicalmente contrario a la
unión amorosa entre personas de sexo diferente, siendo tal unión, a juicio de
algunos, el objetivo principal del uso de la facultad
sexual.
Tal opinión contradice la
doctrina y la práctica pastoral de la Iglesia católica. Sea lo que fuere de
ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a veces
los teólogos, tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición
constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda
que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado 19. La razón
principal es que el uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones
conyugales normales contradice esencialmente a su finalidad, sea cual fuere el
motivo que lo determine. Le falta, en efecto, la relación sexual requerida por
el orden moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua
entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero 20. A
esta relación regular se le debe reservar toda actuación deliberada de la
sexualidad. Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este
pecado bajo una denominación particular del mismo, la tradición de la Iglesia ha
entendido, con justo motivo, que está condenado en el Nuevo Testamento cuando en
él se habla de "impureza", de "lascivia" o de otros vicios contrarios a la
castidad y a la continencia.
Las encuestas sociológicas pueden indicar la
frecuencia de este desorden según los lugares, la población o las circunstancias
que tomen en consideración. Pero entonces se constatan hechos. Y los hechos no
constituyen un criterio que permita juzgar del valor moral de los actos humanos
21. La frecuencia del fenómeno en cuestión ha de ponerse indudablemente en
relación con la debilidad innata del hombre a consecuencia del pecado original;
pero también con la pérdida del sentido de Dios, con la depravación de las
costumbres engendrada por la comercialización del vicio, con la licencia
desenfrenada de tantos espectáculos y publicaciones; así como también con el
olvido del pudor, custodio de la castidad.
La sicología moderna
ofrece diversos datos válidos y útiles en tema de masturbación para formular un
juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción
pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede
prolongarse más allá de esa edad, el desequilibrio síquico o el hábito contraído
pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto, y
hacer que no haya siempre falta subjetivamente grave. Sin embargo, no se puede
presumir como regla general la ausencia de responsabilidad grave. Eso sería
desconocer la capacidad moral de las personas.
En el ministerio pastoral
deberá tomarse en cuenta, en orden a formar un juicio adecuado en los casos
concretos, el comportamiento de las personas en su totalidad; no sólo en cuanto
a la práctica de la caridad y de la justicia, sino también en cuanto al cuidado
en observar el precepto particular de la castidad. Se deberá considerar en
concreto si se emplean los medios necesarios, naturales y sobrenaturales, que la
ascética cristiana recomienda en su experiencia constante para dominar las
pasiones y para hacer progresar la virtud.
10. Pecado grave
y opción fundamental
El respeto de la ley
moral en el campo de la sexualidad, así como la práctica de la castidad, no se
ven poco comprometidos, sobre todo en los cristianos menos fervorosos, por la
tendencia actual a reducir hasta el extremo, al menos en la existencia concreta
de los hombres, la realidad del pecado grave; si no es que se llega a negarla.
Algunos llegan a afirmar
que el pecado mortal que separa de Dios sólo se verifica en el rechazo directo y
formal de la llamada de Dios, o en el egoísmo que se cierra al amor del prójimo
completa y deliberadamente. Sólo entonces tendría lugar una opción fundamental,
es decir, una de aquellas decisiones que comprometen totalmente una persona, y
que serían necesarias para constituir un pecado mortal. Por ella tomaría o
ratificaría el hombre, desde el centro de su personalidad, una actitud radical
en relación con Dios o con los hombres. Por el contrario, las acciones que
llaman periféricas (en las que niegan que se dé por lo regular una elección
decisiva), no llegarían a cambiar una opción fundamental. Y tanto menos, cuanto
que, según se observa, con frecuencia proceden de los hábitos contraídos. De
esta suerte, esas acciones pueden debilitar las opciones fundamentales, pero no
hasta el punto de poderlas cambiar por completo. Ahora bien, según esos autores,
un cambio de opción fundamental respecto de Dios ocurre más difícilmente en el
campo de la actividad sexual donde, en general, el hombre no quebranta el orden
moral de manera plenamente deliberada y responsable, sino más bien bajo la
influencia de su pasión, de su debilidad, de su inmadurez; incluso, a veces, de
la ilusión que se hace de demostrar así su amor por el prójimo. A todo lo cual
se añade con frecuencia la presión del ambiente social.
Sin duda que la opción
fundamental es la que define en último término la condición moral de una
persona. Pero una opción fundamental puede ser cambiada totalmente por actos
particulares, sobre todo cuando éstos hayan sido preparados, como sucede
frecuentemente, con actos anteriores más superficiales. En todo caso, no es
verdad que actos singulares no son suficientes para constituir un pecado mortal.
Según la doctrina de la
Iglesia, el pecado mortal que se opone a Dios no consiste en la sola resistencia
formal y directa al precepto de la caridad; se da también en aquella oposición
al amor auténtico que esté incluida en toda transgresión deliberada, en materia
grave, de cualquiera de las leyes morales.
El mismo Jesucristo indicó el
doble mandamiento del amor como fundamento de la vida moral. Pero de ese
mandamiento depende toda la ley y los profetas 22; incluye, por consiguiente,
todos los demás preceptos particulares. De hecho, al joven rico que le
preguntaba: "¿qué de bueno haré yo para obtener la vida eterna?", Jesús le
respondió: "Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos...: no
matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu
padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo" 23.
Por lo tanto, el hombre
peca mortalmente no sólo cuando su acción procede de menosprecio directo del
amor de Dios y del prójimo, sino también cuando consciente y libremente elige un
objeto gravemente desordenado, sea cual fuere el motivo de su elección. En ella
está incluido, en efecto, según queda dicho, el menosprecio del mandamiento
divino; el hombre se aparta de Dios y pierde la caridad. Ahora bien, según la
tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, y como también lo reconoce la
recta razón, el orden moral de la sexualidad comporta para la vida humana
valores tan elevados, que toda violación directa de este orden es objetivamente
grave 24.
Es verdad que en las
faltas de orden sexual, vista su condición especial y sus causas, sucede más
fácilmente que no se les de un consentimiento plenamente libre; y eso invita a
proceder con cautela en todo juicio sobre el grado de responsabilidad subjetiva
de las mismas. Es el caso de recordar en particular aquellas palabras de la
Sagrada Escritura: "El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón"
25. Sin embargo, recomendar esa prudencia en el juicio sobre la gravedad
subjetiva de un acto pecaminoso particular no significa en modo alguno sostener
que en materia sexual no se cometen pecados mortales.
Los Pastores deben, pues,
dar prueba de paciencia y de bondad; pero no les está permitido ni hacer vanos
los mandamientos de Dios, ni reducir desmedidamente la responsabilidad de las
personas: "No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de
caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado siempre de la
paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los
hombres. Venido no para juzgar, sino para salvar, El fue ciertamente
intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas" 26.
11. La virtud de
la castidad
Como se ha dicho más
arriba, la presente Declaración se propone llamar la atención de los fieles, en
las circunstancias actuales, sobre ciertos errores y desórdenes morales de los
que deben guardarse. Pero la virtud de la castidad no se limita a evitar las
faltas indicadas. Tiene también otras exigencias positivas y más elevadas. Es
una virtud que marca toda la personalidad en su comportamiento, tanto interior
como exterior.
Ella debe calificar a las
personas según los diferentes estados de vida a unas, en la virginidad o en el
celibato consagrado, manera eminente de dedicarse más fácilmente a Dios sólo con
corazón indiviso 27; a otras, de la manera que determina para ellas la ley
moral, según sean casadas o celibatarias. Pero en ningún estado de vida se puede
reducir la castidad a una actitud exterior. Ella debe hacer puro el corazón del
hombre, según la palabra de Cristo: "Habéis oído que fue dicho: no adulterarás.
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con
ella en su corazón" 28.
La castidad está incluida
en aquella "continencia" que san Pablo menciona entre los dones del Espíritu
Santo, mientras condena la lujuria como un vicio especialmente indigno del
cristiano, que excluye del reino de los cielos 29. "La voluntad de Dios es
vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa
tener a su mujer en santidad y honor, no con afecto libidinoso, como los
gentiles que no conocen a Dios; que nadie se atreva a ofender a su hermano...
Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos
preceptos desprecia, no desprecia al hombre sino a Dios, que os dio su Espíritu
Santo" 30. "Cuanto a la fornicación y cualquier género de impureza o avaricia,
que ni siquiera pueda decirse que lo hay entre vosotros, como conviene a
santos... Porque habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que
es adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios.
Que nadie os engañe con palabras de mentira, pues por éstos viene la cólera de
Dios sobre los hijos de la rebeldía. No tengáis parte con ellos. Fuisteis algún
tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la
luz" 31.
El Apóstol precisa,
además, la razón propiamente cristiana de la castidad, cuando condena el pecado
de fornicación no solamente en la medida en que perjudica al prójimo o al orden
social, sino porque el fornicario ofende a quien lo ha rescatado con su sangre,
a Cristo, del cual es miembro, y al Espíritu Santo, de quien es templo: "¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?... Cualquier pecado que
cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su
propio cuerpo. O ¿no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que
está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?
Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo"
32.
Cuanto más comprendan los
fieles la excelencia de la castidad y su función necesaria en la vida de los
hombres y de las mujeres, tanto mejor percibirán, por una especie de instinto
espiritual, lo que ella exige y aconseja; y mejor sabrán también aceptar y
cumplir, dóciles a la doctrina de la Iglesia, lo que la recta conciencia les
dicte en los casos concretos.
12. Las
exigencias de la vida cristiana
El Apóstol San Pablo
describe en términos patéticos el doloroso conflicto que existe en el interior
del hombre esclavo del pecado entre la ley de su mente y la ley de la carne en
sus miembros, que le tiene cautivo 33. Pero el hombre puede lograr la liberación
de su "cuerpo de muerte" por la gracia de Jesucristo 34. De esta gracia gozan
los hombres que ella misma ha justificado, aquellos que la ley del espíritu de
vida en Cristo libró de la ley del pecado y de la muerte 35. Por ello les
conjura el Apóstol: "Que ya no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal,
sometido a sus concupiscencias" 36.
Esta liberación, aunque
da aptitud para servir a una vida nueva, no suprime la concupiscencia que
proviene del pecado original ni las incitaciones al mal de un mundo "en que todo
está bajo el maligno" 37. Por ello anima el Apóstol a los fieles a superar las
tentaciones mediante la fuerza de Dios 38, y a "resistir a las insidias del
diablo" 39 por la fe, la oración vigilante 40 y una austeridad de vida que
someta el cuerpo al servicio del Espíritu 41.
El vivir la vida
cristiana siguiendo las huellas de Cristo exige que cada cual "se niegue a sí
mismo, y tome cada día su cruz" 42 sostenido por la esperanza de la recompensa:
"Que si padecemos con Él, también con Él viviremos; si sufrimos con Él, con Él
reinaremos" 43.
En la línea de estas
invitaciones apremiantes hoy también, y más que nunca, deben emplear los fieles
los medios que la Iglesia ha recomendado siempre para mantener una vida casta:
disciplina de los sentidos y de la mente, prudencia atenta a evitar las
ocasiones de caídas, guarda del pudor, moderación en las diversiones, ocupación
sana, recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de
la Eucaristía. Los jóvenes, sobre todo, deben empeñarse en fomentar su devoción
a la Inmaculada Madre de Dios y proponerse como modelo la vida de los santos y
de aquellos otros fieles cristianos, particularmente jóvenes, que se señalaron
en la práctica de la castidad.
En particular es
importante que todos tengan un elevado concepto de la virtud de la castidad, de
su belleza y de su fuerza de irradiación. Es una virtud que hace honor al ser
humano y que le capacita para un amor verdadero, desinteresado, generoso y
respetuoso de los demás.
13. Deberes de
los obispos, de los teólogos, de los sacerdotes, de los padres de
familia, de los que operan en los medios de comunicación social. Responsabilidad
de todos.
Corresponde a los obispos
enseñar a los fieles la doctrina moral que se refiere a la sexualidad,
cualesquiera que sean las dificultades que el cumplimiento de este deber
encuentre en las ideas y en las costumbres que hoy se hallan extendidas. Esta
doctrina tradicional debe ser profundizada, expresada de manera apta para
esclarecer las conciencias de cara a las nuevas situaciones creadas, enriquecida
con el discernimiento de lo que de verdadero y útil se puede decir sobre el
sentido y el valor de la sexualidad humana. Pero los principios y las normas de
vida moral reafirmadas en la presente Declaración se deben mantener y enseñar
fielmente. Se tratará en particular de hacer comprender a los fieles que la
Iglesia los conserva no como inveteradas tradiciones que se mantienen
supersticiosamente (tabús), ni en virtud de prejuicios maniqueos, según se
repite con frecuencia, sino porque sabe con certeza que corresponden al orden
divino de la creación y al espíritu de Cristo; y, por consiguiente, también a la
dignidad humana.
Misión de los obispos es,
asimismo, la de velar para que en las facultades de teología y en los seminarios
sea expuesta una doctrina sana a la luz de la fe y bajo la dirección del
Magisterio de la Iglesia. Deben igualmente cuidar de que los confesores iluminen
las conciencias, y de que la enseñanza catequética se dé en perfecta fidelidad a
la doctrina católica.
A los obispos, a los
sacerdotes y a sus colaboradores corresponde poner en guardia a los fieles
contra las opiniones erróneas frecuentemente propuestas en libros, revistas y
conferencias públicas.
Los padres en primer
lugar, pero también los educadores de la juventud, se esforzarán por conducir a
sus hijos y alumnos a la madurez sicológica, afectiva y moral por medio de una
educación integral. Para ello les impartirán una información prudente y adaptada
a su edad, y formarán asiduamente su voluntad para las costumbres cristianas; no
sólo con los consejos, sino sobre todo con el ejemplo de su propia vida,
mediante la ayuda de Dios que les obtendrá la oración. Tendrán también cuidado
de protegerlos de tantos peligros que los jóvenes no llegan a sospechar.
Los artistas, los
escritores y cuantos disponen de los medios de comunicación social deben
ejercitar su profesión de acuerdo con su fe cristiana, conscientes de la enorme
influencia que pueden ejercitar. Tendrán presente que "todos deben respetar la
primacía absoluta del orden moral objetivo" 44, y que no se puede dar
preferencia sobre él a ningún pretendido objetivo estético, ventaja material o
resultado satisfactorio. Ya se trate de creación artística o literaria, ya de
espectáculos o de informaciones, cada cual en su campo debe dar prueba de tacto,
de discreción, de moderación y de justo sentido de los valores. De esta suerte,
lejos de añadir favor a la licencia creciente de las costumbres, contribuirán a
frenarla e incluso a sanear el clima moral de la sociedad.
Por su parte,
todo el laicado fiel, en virtud de su derecho y de su deber de apostolado,
tomará en serio el trabajar en el mismo sentido.
Finalmente, conviene
recordar a todos que el Concilio Vaticano II "declara que los niños y los
adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta
conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal y también a
que se les estimule a conocer y amar más a Dios. Ruega, pues, encarecidamente, a
todos los que gobiernan los pueblos, o están al frente de la educación, que
procuren que nunca se vea privada la juventud de este sagrado derecho" 45.
Su Santidad, Pablo VI por
la divina Providencia, en audiencia concedida al infrascrito Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, el 7 de noviembre de 1975, aprobó esta
Declaración acerca de la ética sexual, la confirmó y ordenó que se
publicara.
Dado en Roma, en la sede
de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 29 de diciembre de
1975.
Cardenal Franjo SEPER, Prefecto
Jerôme HAMER,
arzobispo titular de Lorium,
Secretario.