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El Nuevo Orden Mundial frente a la familia

Las amenazas a la familia

por José Martín Brocos Fernández

Fuerzas poderosas ancladas en el inmanentismo antropocéntrico tratan de subvertir el orden natural y social establecido por la ley natural. Son organismos internacionales políticos y económicos los promotores visibles de esta guerra imperialista no convencional contra la civilización cristiana, y que persigue la instauración de un nuevo orden mundial totalitario y uniformador (Schooyans, 2002).

Pautas generales educativas. Padres, Estado e Iglesia.

Los padres son “los primeros y principales educadores de sus propios hijos” (Juan Pablo II, 1994:16,8). El deber, que constituye grave obligación, de los padres de educar virtuosamente a los hijos, forma parte de sus obligaciones insustituibles e inalienables (Gravissimum educationis, 1965:3,1,2; Juan Pablo II, 1981:36,1,2). Cumple a los padres inculcar a los hijos “los valores esenciales de la vida humana” y “una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que `el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene´” (Juan Pablo II, 1981:37,1). Deben adquirir los hijos el sentido de la justicia que les conduzca al respeto de la dignidad humana y a que predomine en ellos la generosidad en el servicio y el sacrificio hacia los demás (Juan Pablo II, 1981:37,2). Los padres deben educarles para el amor como donación de sí mismos; por ello la educación sexual debe ofrecerse clara y delicadamente, y enlazada con los principios morales (Juan Pablo II, 1981:37,3,4,7; Pío XI, 1929:41,2). Es por tanto irrenunciable la educación en la virtud de la castidad que implica un aprendizaje del dominio de sí y supone una necesaria preparación para lograr la madurez gradual de la personalidad (Juan Pablo II, 1981:37,5.39,1, 2003:92,1).

El Estado comparte la tarea educativa en virtud del principio de acción subsidiaria de la autoridad (Gravissimum educationis, 1965:3,2; Pío XI, 1929:22,3,4), debiendo respetar en todo momento “los derechos innatos” de la Iglesia y de la propia familia a la educación cristiana (Pío XI, 1929:24,3), y promover una educación integral de la persona humana, incluida la formación religiosa y moral (Gravissimum educationis, 1965:7,1), pues la denominada escuela neutra o laica, prohibida a los niños católicos (Pío XI, 1929:48), y que siempre está ideologizada por poderosas corrientes inmanentistas (León XIII:1884:15) y es confesionalmente anticatólica, limita y cercena las posibilidades educativas de desarrollo y perfección del educando y de sus posibilidades morales, ocultando la dimensión central de la realidad personal (Pío XI, 1929:36.38). Por el contrario, la escuela católica (…) educa a sus alumnos para conseguir eficazmente el bien de la ciudad terrestre y los prepara para servir a la difusión del Reino de Dios, a fin de que con el ejercicio de una vida ejemplar y apostólica sean como el fermento salvador de la comunidad humana (…) [Por ello los padres tienen] “la obligación de confiar sus hijos (…) a las escuelas católicas, de sostenerlas con todas sus fuerzas, y de colaborar con ellas” (Gravissimum educationis, 1965:7,3.8,4).

 

De ahí que la ausencia de religión en el matrimonio y de la pérdida de estabilidad de la alianza conyugal[1] reporte múltiples calamidades sobre las familias y sobre las sociedades y se malogra la educación de los hijos (Gutiérrez García, 2001:173; León XIII, 1880:15,16,17; Pío XI, 1929:39). Es por ello, como bien apunta Gutiérrez García (2001:194) que

Los gobiernos incumplen su misión educativa, cuando se ponen al servicio dócil de ideologías, que de manera abierta o en forma encubierta predeterminan los contenidos de la enseñanza o canalizan la educación por derroteros contrarios al correcto sentido real del hombre y a los deseos de las familias. Es el educativo uno de los sectores, en que se padece en la actualidad el desvío de ciertos Estados en lo que respecta a su alta misión subsidiaria de la comunidad civil.

La misión educativa de la Iglesia tiene un papel específico a ejecutar. Debe vigilar toda la educación de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en toda otra disciplina y en todo plan cualquiera, en cuanto se refiere a la religión y a la moral (…) para preservar a sus hijos de los graves peligros de todo veneno doctrinal y moral. Además, esta vigilancia de la Iglesia (…) reporta eficaz auxilio al orden y al bienestar (…) manteniendo a la juventud alejada de aquel veneno moral, que en esa edad inexperta y tornadiza suele tener más fácil entrada y pasar más rápidamente a la práctica. Pues sin una recta formación religiosa y moral –como sabiamente advierte León XIII- toda la cultura  de las almas será malsana: los jóvenes, no habituados al respeto de Dios, no podrán soportar norma alguna de honesto vivir, y sin ánimo para negar nada a sus deseos, fácilmente se verán inducidos a trastornar los Estados. (Pío XI, 1929:13,2,3)

En idéntica línea señala Gutiérrez García (2001:195,196) que:

La Iglesia tiene exclusiva competencia en lo que concierne a “las verdades de fe y de la moral reveladas, e indirectamente y sin exclusividad todas las disciplinas y enseñanzas humanas, tanto en el desarrollo de las distintas materias, como en cuanto al juicio autorizado sobre el contenido de la enseñanza, respecto de su conformidad o disconformidad con la educación cristiana. Este derecho, que es deber (…) posee una extraordinaria eficacia inmunizadora contra el error.

Persigue igualmente la madurez total de la persona humana y que el bautizado gradualmente vaya intimando con Dios y contribuya con su vida “al crecimiento del Cuerpo de Cristo” (Gravissimum educationis, 1965:2; Juan Pablo II, 1994:39,2; Pío XI, 1929:11).

La perfección educativa.

El hombre “está llamado a vivir en la verdad y el amor” y a realizarse en plenitud mediante “la entrega sincera de sí mismo” (Juan Pablo II, 1988:7,12.7,14, 1994:16,1). De ahí que la verdadera educación consiste en obtener lo mejor de uno mismo, que pasa ineludiblemente por el propio y auténtico conocimiento y dominio, que indefectiblemente camina en paralelo, en concomitancia directa, al conocimiento de Dios, pues como afirma San Agustín “Dios es más interior a mi mismo que yo mismo”. Por ello “no puede existir educación completa y perfecta si la educación no es cristiana” (Pío XI, 1929:5) ya que “la educación (…) abarca a todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la gracia” (Pío XI, 1929:9,5). El hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios (Gen. 1, 26-27) e  inferimos por tanto como correlato la necesidad que para conocerse a uno mismo haya que buscar la profundidad del conocimiento y del amor de Dios. Juan Pablo II (1994:19,10) expresa con claridad que “la fuente más rica para el conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo revela el hombre al hombre”. El hombre se convierte en un extraño a si mismo si no conoce a Dios.

La familia cumple una misión insustituible e irremplazable cual es la de promover los altos valores espirituales y morales, y es el lugar más apropiado y eficaz para culminar el proceso de madurez personal (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:960-962) en su cuádruple expresión física, psicológica, espiritual y afectiva[2]. La “fase de la autoeducación” llega cuando el hombre posee un grado de madurez psicofísica tal que puede tomar opciones responsables acorde con la recta razón (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:663-666), y se vincula siempre con esa primera etapa educativa en que se han creado las “raíces existenciales” (Juan Pablo II, 1994:16,9,10).

Por ello la importancia vital y existencial de formar integralmente al educando en este primer periodo educativo. Declara en este sentido el Sagrado Concilio que “los niños y adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a aceptarlos con adhesión personal y también a que se les estimule a conocer y amar más a Dios” (Gravissimum educationis, 1965:1,3). En el campo de la educación religiosa, “la familia es insustituible” (Juan Pablo II, 1994:16,13). Deben los padres introducir a los hijos progresivamente en el descubrimiento del misterio de Dios y en la oración (Juan Pablo II, 1994:60,1,2). Es más, hay obligación “a ser exigentes con ellos en lo que atañe a su crecimiento espiritual. Se les debe indicar el camino de la santidad, estimulándolos a tomar decisiones comprometidas en el seguimiento a Jesús, fortalecidos por una vida sacramental intensa” (Juan Pablo II, 2003:62,2). Se deben celebrar los Sacramentos “con el máximo esmero y poniendo las condiciones apropiadas” (Juan Pablo II, 2003:74). Insiste Juan Pablo II (2003:75,76,78,79) para experimentar “la alegría de una verdadera liberación (…) sin encerrarse en su [la] propia miseria”, en la confesión de los pecados personal con absolución individual, en la imperiosa necesidad de la oración personal, de incentivar continuamente la “fe en la presencia real y permanente del Señor en el Sacramento del altar”, y en el rezo del Santo Rosario.

Pero esta necesaria y debida influencia educativa familiar se ve minada por el ataque directo contra la misma institución familiar por parte de los enemigos de la familia. Nos encontramos frente a una verdadera guerra con una auténtica planificación estratégica, táctica y operativa. Se quiere “deconstruir” la familia (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:583), diluir los derechos, deberes, obligaciones y responsabilidades de los padres; se quiere, violando el justo principio de subsidiaridad, subsumir mundialmente, -pues previamente se ha eliminado la plena soberanía nacional incluso en el ámbito educativo transvasándola a organismos supranacionales dependientes de la ONU-, la competencia de enseñanza en todos los ámbitos[3], sin cortapisas, para reducir al hombre mediante una educación desnaturalizada y radicalmente inmanentista de pretensiones mesiánicas, en un simple consumidor ególatra, “esclavo de su ciego orgullo y de sus desordenadas pasiones” (Pío XI, 1929:39), preocupado y ocupado en su búsqueda de bienestar (Juan Pablo II, 1995:23,1) y autosatisfacción instintiva por pulsiones.

Enemigos de primer orden contrarios a la familia y a su tarea educativa: positivismo jurídico y dirigismo cultural. Influencia negativa de la televisión.

Fuerzas poderosas ancladas en el inmanentismo antropocéntrico tratan de subvertir el orden natural y social establecido por la ley natural. Son organismos internacionales políticos y económicos los promotores visibles de esta guerra imperialista no convencional contra la civilización cristiana, y que persigue la instauración de un nuevo orden mundial totalitario y uniformador (Schooyans, 2002). La imposición del positivismo jurídico y la acción deletérea del dirigismo cultural de los medios de comunicación son los instrumentos elegidos para difundir una nueva mentalidad decadente, mendaz y rupturista.

El positivismo jurídico conforma mentalidades erróneas en torno a “valores” nuevos que niegan los antiguos. Al consagrar comportamientos contra naturam como “derecho” legalmente constituido y jurídicamente defendido, el rechazo social disminuye en porción muy alta, pues la ley crea mentalidad, crea hábitos, los desarrolla, cimienta y los arraiga [4].

El dirigismo cultural teledirigido a la degradación humana y cultural [5] conduce inexorablemente a la decadencia moral [6]: desorientación en la juventud (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:661,1022; Juan Pablo II. 1995:21,1), aumento de la corrupción política, crímenes [7], divorcios [8] o violencia doméstica [9] entre otras lacras sociales. En este sentido escribe Gutiérrez García (2001:173),

La DSI defiende contra viento y marea el valor natural y las realidades sustantivas del matrimonio, y advierte que los daños que se siguen de la morfología teratológica y de la desordenante ordenación jurídica del matrimonio que se ha introducido, provocarán una decadencia sin paralelo en la historia (…) La decadencia moral señala el ocaso de las culturas y de las civilizaciones. Podrán los pueblos neopaganos mantener, por un tiempo, cierto vigor material en el desarrollo de los bienes temporales, pero no pueden esquivar el derrumbe, hoy día sumamente acelerado, de los valores humanos permanentes.

Se hace continua chacota, solapada o directamente, de los “valores permanentes” instaurando de facto en las conciencias una antropología sin Dios. Es un dirigismo impuesto por poderosos grupos y que busca manipular para sus fines de predominio político y económico.

Se ataca deliberadamente con saña y con alevosía a la Religión Católica, precisamente por aquellos que pregonan hipócritamente los derechos humanos, derechos “hijos de la opción irracionalista (…) que se han afirmado gradualmente con la consolidación de la denominada tradición `laica´” (Castellano, 2004:87, enero-febrero) y la igualdad o igualitarismo demagógico; por ser una religión organizada con una Iglesia jerárquica y que proporciona a las personas, y a la sociedad en conjunto, los medios necesarios para ser libres.

Dentro de los medios de comunicación social, la televisión ejerce un dominio casi omnipresente y avasallador. Está determinando un mundo nuevo, una cultura nueva, un hombre nuevo [10], no carente de graves riesgos (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:1017-1018). Con frecuencia los medios de comunicación “cómplices de esta conjura” (Juan Pablo II, 1995:17,2) promueven, constata Juan Pablo II (2004:3,2), “causas contrarias al matrimonio y a la familia, perjudican al bien común de la sociedad”, al subordinarse “muchas veces tan sólo al incentivo de las malas pasiones y a la codicia de sórdidas ganancias” (Pío XI, 1929:56).

La televisión fomenta una vida aburguesada, sedentaria, pues es una actividad pasiva que no requiere esfuerzo, como el afrontar la lectura de un libro, o la práctica de algún deporte. Cuando la televisión está encendida el diálogo familiar decrece. Mengua igualmente la capacidad intelectual, que se manifiesta en apatía, desinterés, tedio.

Es por ello que Juan Pablo II (2004:5,2) consciente de este peligro, escribe que

los padres también deben reglamentar el uso de los medios de comunicación en el hogar. Esto implica planificar y programar el uso de los dichos medios, limitando estrictamente el tiempo que los niños les dedican, haciendo del entretenimiento una experiencia familiar, prohibiendo algunos medios de comunicación y excluyéndolos periódicamente todos para dejar espacio a otras actividades familiares. Sobre todo, los padres deben dar buen ejemplo a los niños, haciendo un uso ponderado y selectivo de dichos medios.

Enemigos ideológicos y demoledores del orden social de la familia.

Siempre promotores directos del positivismo jurídico y del dirigismo cultural, y a su vez amparados, auspiciados y en connivencia con los mismos, los autores del siniestro plan de dominación programada de la humanidad [11] se apoyan, en orquestada tramoya confabulatoria, en poderosos enemigos, creados por ellos mismos, que pugnan por la destrucción de la familia, y que podemos clasificarlos en dos grupos: enemigos ideológicos, como son la Masonería, el Marxismo y el Liberalismo; y enemigos demoledores del orden social, conexos con los anteriores en cuanto que éstos desde el poder legislan permisivamente el divorcio (Pío XI, 1930:19,1), el aborto (Pío XI, 1930:23; Juan Pablo II, 1995:11,1.14,3.59,2, 2003:95,2), la pornografía (Juan Pablo II, 1981:24,2), la eutanasia (Juan Pablo II, 1995:66,3, 2003:95,3) o el mismo infanticidio (Juan Pablo II, 1995:14,3).

La Masonería y los poderes ocultos ligados a ella buscan afanosamente la destrucción de la familia, puesto que no reconoce ni la idea de un Ser Supremo, de una religión divina que guíe a la persona humana, ni la de un ente o institución que se encuentre por encima de la propia persona. Ya Gregorio XVI (Mirari vos, 1832)  señala la Masonería como “la principal causa de todas las calamidades de la tierra y de los reinos” y como el “sumidero impuro de todas las sectas anteriores”. Leon XIII en la Humanum Genus (1884) incluye a la Masonería en la ciudad de Satanás, que trabaja por su reinado, con la desobediencia y la guerra a Dios, a Jesucristo y a su Iglesia. Persigue con odio implacable a la Iglesia, al clero y a la enseñanza cristiana. Niega las verdades más fundamentales conocidas por la razón natural como la existencia de Dios, espiritualidad e inmortalidad del alma.

El Marxismo se opone a la familia por ser ésta una institución conservadora, burguesa y por estimar que los primeros lazos del individuo se establecen con una institución supra-familiar como es el Estado, que es dueño de todo, el partido o la clase social. Violando el principio de subsidiaridad se atribuye funciones educativas que corresponden a los padres. Esta concepción colectivista radical supedita a la familia y a la persona a una estructura social impersonal como la clase social, el partido o el Estado. En la práctica es la pura despersonalización del individuo (Gutiérrez García, 2001:306). Al postular un pragmatismo político de carácter totalitario, difuminando las nociones morales con fundamento ontológico de bien y mal (Calderón Bouchet, 2004:441, mayo-junio-julio), y un igualitarismo irrestricto (Calderón Bouchet, 2004:437, mayo-junio-julio), de suyo tiende a fomentar en la praxis resentimiento contra lo bueno, la excelencia, y rara vez permite que el talento aflore.

El marxismo ideológico en época presente, en los lugares donde no se ha impuesto política y militarmente, lejos de extinguirse, se ha transformado eclosionando intelectual, social y culturalmente en una conjunción de variopintas ideologías y movimientos que se manifiestan políticamente en varias formas. Dos peligrosas tendencias provenientes del marxismo, y asumidas, sustentadas e impuestas ideológica y educativamente por agencias de la ONU están determinando decisivamente  la construcción axiológica de la sociedad: multiculturalismo e ideología de género. Es la ideología de género, conocida también por “perspectiva de género” o por “feminismo de género” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:578), la que desnaturaliza radicalmente la familia (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:584-586).

Ya en el “Manifiesto del partido comunista” Marx y Engels proponían “abolir la familia”, y por ende el matrimonio monógamo por ser una forma de “propiedad” y la principal fuente de opresión para la mujer. La pretendida abolición se traducía en una radical evolución igualitaria que llevase a la asunción de nuevos roles familiares (Calderón Bouchet, 2004:439, mayo-junio-julio). Derivado, subrogado o en connivencia con el marxismo, el feminismo radical muta la lucha de clases por la lucha de género [12]. Son los condicionamientos culturales “tradicionales” los que oprimen a la mujer. En este sentido predican “nuevos derechos” producto “del racionalismo político-jurídico” (Castellano, 2004:91, enero-febrero) que “liberen” a la sociedad de las “construcciones sociales” opresivas para la mujer y que “liberen” a la propia mujer de la opresión sufrida por el hombre dominador. Los “nuevos derechos humanos” [13] fundados “en sí mismos (como el imperativo categórico de Kant)” (Wagner de Reyna, 2004:82, enero-febrero) y promovidos, cuando no impuestos por los organismos internacionales bajo amenazas de retirada de ayuda financiera a los gobiernos (Juan Pablo II, 1995:16,3), pasan por los “derechos sexuales y reproductivos”, que esconden políticas de reducción poblacional, y aquí está incluido el aborto legal sin restricciones enfocado como un problema de la salud de la mujer (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:586-588,717,1027), métodos anticonceptivos incluida la esterilización, también en el marco de las “políticas de derechos a la salud reproductiva”, el libertinaje familiar sexual sin consecuencias penales, otorgar a las prostitutas y prostitutos la categoría de profesionales en paridad con cualquier otra profesión, facilidades para el divorcio unilateral o la legalidad y el mismo fomento de las uniones homosexuales con equiparación jurídica al matrimonio; la colectivización de las funciones y de las tareas domésticas, la educación enfocada al género como eje transversal o cuotas profesionales de género [14]. Lo que subyace en el fondo no es otra cosa que la pretensión satánica de destrucción de la Religión, del orden natural y de la familia, principales baluartes de personalización que posee la sociedad [15].

Los promotores de esta ideología de género sostienen que el género lleva dentro de sí clase, y la clase conlleva desigualdad. Para superar esta desigualdad han creado ex nihilo una teoría en la que afirman que el género, al contrario del sexo, no es definido ni está determinado biológicamente, sino que es una construcción artificiosa de la antropología social y cultural. El género no viene de nacimiento, es algo que se va haciendo en la sociedad y puede aprenderse, y por tanto cambiarse. Las implicaciones son manifiestas y pasan por la abolición total de toda distinción entre hombres y mujeres. Si el género no viene por naturaleza y no pertenece al sexo respectivo, una persona con sexo masculino podría adoptar un género femenino y una persona con sexo femenino podría adquirir un género masculino. La misma atracción heterosexual o el instinto materno tampoco son naturales, son aprendidas y se pueden cambiar. El matrimonio monógamo no es lo natural, habría otras opciones igualmente válidas, incluida la zoofilia [16]. Los rasgos propios de la masculinidad y de la feminidad no serían más que “roles de géneros socialmente construidos” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:581-583), adherencias culturales arraigadas en tradiciones o costumbres (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:795). Todo es “socialmente construido” y debe ser “deconstruido” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:796) para “liberarse” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:803) de la opresión.

La ideología de género “es el núcleo de la nueva gnosis, y quien se adhiere a ella no está obligado a seguir ninguna norma de conducta moral” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:795), de ahí que los ideólogos de género pongan especial énfasis, en pensamiento que dimana del marxismo (Calderón Bouchet, 2004:446, mayo-junio-julio), en sostener que la religión como invento humano opresivo debe ser “deconstruida” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:588,589). El ataque a la Iglesia Católica y al Vaticano es frontal y furibundo por su defensa del matrimonio (León XIII, 1880:3.7; Juan Pablo II, 1981:3,3; Pío XI, 1930:3.11,6), la familia (Juan Pablo II, 1981, 1995:6,2), la sexualidad verdadera (Juan Pablo II, 1981:11,5,6,7.32,4,5,6, 2003:90,1) y el respeto y defensa de la vida humana (Juan Pablo II, 1981:30,5,6, 1995:3,3.5,4.39,2).

Especial gravedad por sus nefandas y nefastas consecuencias dañinas en la identidad de los niños y los jóvenes tiene la implementación transversal cultural y educativa de esta ideología de género en textos escolares, en programas sociales y en el diseño de las políticas públicas. Esta corrosiva implementación cultural y educativa, programada y ejecutada metódicamente, está siendo subrepticiamente infiltrada, difundida e integrada en la totalidad de la sociedad por los medios de comunicación social y las agencias de publicidad. El fin, el mentado: crear una nueva sociedad aborregada, adocenada y pusilánime, una nueva familia desnaturalizada, un nuevo hombre deshumanizado, una nueva educación radicalmente inmanentista y una nueva cultura dominante y homogeneizante.

Frente a esta preconizada disolución antinatural de las diferencias de sexo e igualdad absoluta entre hombres y mujeres, nosotros sostenemos, afirmando la plena igualdad en dignidad (Juan Pablo II, 1981:22,3.23,2, 1988:6,4.13,13.29,2, 2003:43,1; Pío XI:1930:10,2) y en fines últimos (Juan Pablo II, 1988:4,1.7,4, 1995:2,1), que es “erróneo y pernicioso a la educación cristiana (…) el método llamado de la coeducación” (Pío XI, 1929:42); y “el derecho inalienable de una educación que responda al propio fin, al propio carácter; al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias” (Gravissimum educationis, 1965:1,1), así como “una Antropología diferencial que tenga en cuenta que el ser humano es radicalmente hombre o mujer” (Goñi Zubieta, 1999:13). Vázquez Vega (2003:76-96) en cuadros esquemáticos muestra que somos “radicalmente distintos”, que aunque “nos parecemos mucho, lo cierto es que es mucho más en lo que no nos parecemos que en lo que sí nos parecemos”. Sucesivamente Vázquez Vega desglosa las diferencias genéticas ente mujer y hombre (2003:76), las fisiológicas (2003:77-80), las neurológicas (2003:80,81), las diferencias en los sentidos (2003:82), en la salud (2003:82,83), en el aprendizaje (2003:84,85), en la educación (2003:85,86), en la psicología (2003:86-92), en el trabajo (2003:92,93,94), y en el sexo (2003:95,96). Esta diferencia entre los sexos, por designio divino, es armónicamente complementaria, y ambos están llamados a realizar, en la diferencia, la construcción de la ciudad de Dios en el propio camino de santidad.

El liberalismo, coincidente con el marxismo en su raíz materialista, es otro enemigo de la familia pues enfatiza la omnímoda libertad del individuo con entera independencia de Dios y de encauzar esa libertad hacia el bien según la ley natural (Juan Pablo II, 1995:19,5). Para el liberalismo los actos humanos no deben estar sometidos a ningún tipo de coacción y el único límite es el orden público. La no coacción externa, interna, física, moral o psicológica conlleva que la posición de los padres como formadores de los hijos quede drásticamente limitada, pues acaba disolviendo la autoridad paterna, ya que no se debería “influenciar al niño, ni mucho menos forzarle, sino negociar con él situándolo en una posición de igualdad respecto al adulto” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:662).

No “se puede discutir todo, en todos los aspectos. Una familia no es una democracia, como tampoco lo es la escuela” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:1018). Los padres tienen el grave deber de buscar el bien de los hijos, y ese bien tiene un contenido doctrinal y moral objetivo, que el relativismo ético inherente al propio liberalismo no reconoce (Juan Pablo II, 1995:20,1,2.70,1). Frente a la renuncia paterna a su misión educadora, afirmamos que “la educación se basa, en primer lugar, en una cierta concepción de la existencia [que hay que imbuir al educando] y en numerosas exigencias que se deben proponer a la conciencia del niño” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:1024). Es por ello que el liberalismo al negar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo y la afirmación de un orden natural inviolable, actúa corrosivamente en las familias (Juan Pablo II, 1995:20,1), desvirtuando tanto las verdades objetivas como las normas morales inmutables (Juan Pablo II, 1995:21,1), que son la garantía para la persona humana de auténtica y plena libertad [17] y referencia nuclear en el proceso de personalización familiar que está llamado “a situar a cada uno de los nuevos miembros de la familia en el camino de la plenitud humana y cristiana” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:961); desintegra la familia al no contribuir a cimentar la familia en el orden natural inviolable, que no considera, y la deja expuesta al arbitrio de una moral independiente destructora de la persona, abandonada a la violencia de las pasiones y a condicionamientos abiertos, sibilinamente presentados, u ocultos.

Sentencia Juan Pablo II (1995:22,4) que “en realidad, viviendo `como si Dios no existiera´, el hombre pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser”.

En la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, Juan Pablo II (2003:7,1,2.8,1,2,3.9,1,2.10,1.68,1) en mirada panorámica y sumaria de la presente realidad europea, transida de liberalismo, denuncia las consecuencias, que colegimos fundamentalmente frutos del relativismo ético inherente a la democracia liberal (Juan Pablo II, 1995:70,1), de oscurecer la verdadera realidad ontológica de la persona:

hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza (…) pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa (…) lento y progresivo avance del laicismo (…) el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida (…) dramático descenso de la natalidad, la disminución de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio. Se está dando una fragmentación de la existencia; prevalece una sensación de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones (…) grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia (…) el egocentrismo que encierra en sí mismos a personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios (…) Junto con la difusión del individualismo, se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal (…) En la raíz de la pérdida de esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como “el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios el que hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre”, por lo que, “no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria”. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera (…) De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno (…) el hombre (…) se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del milenarismo, con el atractivo de filosofías orientales, con la búsqueda de formas esotéricas de espiritualidad o con las grandes corrientes del New Age (…) Hay fenómenos claros de fuga hacia el espiritualismo, el sincretismo religioso y esotérico, una búsqueda de acontecimientos extraordinarios a todo coste, hasta llegar a opciones descarriadas, como la adhesión a sectas peligrosas o a experiencias pseudoreligiosas.

El triunfo del relativismo ético [18] lo apunta Lipovetsky (1994:57,81)

Ya nada en absoluto obliga ni siquiera alienta a los hombres a consagrarse a cualquier ideal superior, el deber no es ya una opción libre (…) La sociedad democrática inaugural ha sido la edad de oro de los deberes hacia uno mismo. Desde el siglo XVIII, el proceso de laicización de la moral ha estado poniendo sobre un pedestal el ideal de dignidad inalienable del hombre y los deberes respecto de uno mismo que lo acompañan. Kant fue el primero que logró dar excepcional brillantez a la exposición de los deberes hacia uno mismo liberados de cualquier religión.


Así dañado el hombre moralmente, muerto espiritualmente sin la vida en gracia de Dios, carece de suficiente fuerza de voluntad para decidirse por el bien y va oscureciendo su inteligencia, dominada por instintos, pasiones y vicios, para apostar radicalmente por el bien común[19]. El pecado repercute socialmente con influencia degradante y acción destructiva (Gutiérrez García, 1992:142). Con razón escribía Ortega (1998:129,135) que

hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos (...) Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer. (…) Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama rebelión de las masas.

Obligación imperativa de plantear batalla por el Reinado Social de Cristo [20].

“Instaurare Omnia in Christo”, lema de Pontificado que San Pío X toma de su predecesor León XIII (1880:1), es nuestra obligación y deber como milites de Cristo. No podemos sólo adoptar barreras defensivas, aunque el infierno desencadenado vaya encima, hay que contraatacar. Nuestra obligación es combatir usque ad mortem con las armas de Dios por el Reinado Social de Cristo en todos los órdenes (Ousset, 1972:354,369).

Los frutos sobrenaturales de la gracia de Dios en el hombre, pues lo perfecciona humana y moralmente, aporta efectos benéficos a la toda sociedad, paz social y decidida orientación al bien común. León XIII (1880:2) enseña que

La religión cristiana ha favorecido y fomentado en absoluto todas aquellas cosas que en la sociedad civil son consideradas como útiles, y hasta tal punto que, como dice San Agustín, aun cuando hubiera nacido exclusivamente para administrar y aumentar los bienes y comodidades de la vida terrena, no parece que hubiera podido ella misma aportar más en orden a una vida buena y feliz.

Urge formarse doctrinalmente, “inducir a las muchedumbres a que se instruyan con todo esmero en lo tocante a la religión” (León XIII:1884:30), para denunciar y procurar “con todo ahínco extirpar esta asquerosa peste que va serpeando por todas las venas de la sociedad” (León XIII:1884:28), y procurando “arrancar a los masones” y a cuantos secuaces edifican el reino de las tinieblas “su máscara, para que sean conocidos tales cuales son”, porque “para evitar los engaños del enemigo, es menester antes descubrirlos, y ayuda mucho mostrar a los incautos sus argucias (…) mencionar tales iniquidades (Pío XI, 1930:17,2), y queden a la luz “las malas artes de semejantes sociedades para halagar y atraer, la perversidad de sus opiniones y lo criminal de sus hechos” (León XIII:1884:29), pues “por el bien y salvación de las almas no podemos pasarlas en silencio” (Pío XI, 1930:17,2).

A nosotros nos toca “defender la gloria de Dios y la salvación de los prójimos: ante tales fines en el combate, no ha de faltaros ni el valor ni la fuerza” (León XIII:1884:28), pues sólo fortes in proelio fiunt. Debemos trabajar “para que todos los hombres conozcan bien y amen a la Iglesia; porque cuanto mayor fuere este conocimiento y este amor, tanto mayor [será el carisma de discernimiento que tengamos y tanto mayor] será así la repugnancia con que se mire a las sociedades secretas [y sus planes maléficos] como el empeño en rehuirlas [y destruirlas extirpándolas de la sociedad]” (León XIII:1884:30,2).

Los padres deben poner especial cuidado en la educación de sus hijos, imbuyéndoles “la conciencia de la primacía de los valores morales” y la comprensión del “sentido último de la vida y de sus valores fundamentales” (Juan Pablo II, 1981:8,2, 1995:71,1), y sentencia taxativamente Leon XIII (1884,34,2):

nunca, por más que hiciereis, creáis haber hecho bastante en el preservar a la adolescencia de aquellas escuelas y aquellos maestros, en los que pueda temerse el aliento pestilente de las sectas. Exhortad a los padres, a los directores espirituales, a los párrocos para que insistan, al enseñar la doctrina cristiana, en avisar oportunamente a sus hijos y alumnos sobre la perversidad de estas sociedades, y a que aprendan desde luego a precaverse de las fraudulentas y varias artes que sus propagadores suelen emplear para enredar a los hombres. Y aun no harían mal, los que preparan a los niños para recibir bien la primera Comunión, en persuadirles que se propongan y se comprometan a no ligarse nunca con sociedad alguna sin decirlo antes a sus padres o sin consultarlo con su confesor o con su párroco.

Los padres deben buscar ayuda “recíproca (…) en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre interior, (…) por su mutua unión de vida crezcan (…) en la virtud (…) y en la verdadera caridad para con Dios y con el prójimo” (Pío XI, 1930:9,6); también apoyo en la Iglesia y en otras familias cristianas para su crecimiento espiritual y sana instrucción y fortalecimiento de sus hijos, pues paralelamente las fuerzas visibles y ocultas del mal “préstanse mutuo auxilio sus sectarios, todos unidos en nefando contubernio y por comunes ocultos designios, y unos a otros se animan para todo malvado atrevimiento” (Leon XIII, 1884,35,2), para “pervertir las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad matrimonial y enaltecer los vicios más inmundos” (Pío XI, 1930:40,1). Es por ello que, continúa León XIII (1884,35,2),

Tan fiero asalto pide igual defensa, es a saber, que todos los buenos se unan en amplísima coalición de obras y oraciones. Les pedimos, pues, por un lado que, estrechando las filas, firmes y a una, resistan contra los ímpetus cada día más violentos de los sectarios; por otro, que levanten a Dios las manos y le supliquen con grandes gemidos, para alcanzar que florezca con nuevo vigor la religión cristiana; que goce la Iglesia de la necesaria libertad; que vuelvan a la buena senda los descarriados; y que, al fin, abran paso a la verdad los errores y los vicios a la virtud.

Sólo en “la fidelidad” a “la alianza con la Sabiduría divina (…) las familias de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción de un mundo más justo y más fraterno” (Juan Pablo II, 1981:8,5) fieles a su “misión de custodiar, revelar y comunicar el amor” (Juan Pablo II, 1981:17,2). El combate que se nos abre es eminentemente espiritual. Por eso la exigencia de plantear la batalla armados con los méritos e intercesión de la Virgen María Madre de Dios,

pues ya en su misma Concepción purísima venció a Satanás, [y] sea Ella quien se muestre poderosa contra las nefandas sectas, en las que claramente se ve revivir la soberbia contumaz del demonio junto con una indómita perfidia y simulación (León XIII, 1884,36).

Todo ello unido a la intercesión protectora de San Miguel, “el debelador de los enemigos infernales”, de San José, así como de San Pedro y San Pablo, “sembradores e invictos defensores de la fe cristiana”, y de “la perseverante oración de todos, para que el Señor acuda oportuno y benigno en auxilio del género humano” (León XIII, 1884,36) es camino de plenitud de vida en la tierra y de gloria en el cielo.

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__________

 

[1] Según un reciente estudio de la profesora Mary Eberstadt (2004) de la Universidad de Stanford, algunas de las repercusiones del divorcio en los niños y adolescentes son las perturbaciones emocionales, el aumento de la agresividad, infelicidad, abuso de medicamentos calmantes y excitantes, suicidios, desórdenes mentales, aumento y precocidad de la actividad sexual y, finalmente, un enorme vacío de mente y alma.

[2] Juan Pablo II (1995:23,1) advierte que en la búsqueda de “la llamada calidad de vida” prima exclusivamente la capacidad económica, la tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios, y la “belleza y goce de la vida física”, dejando de lado “las dimensiones más profundas –relacionales, espirituales y religiosas- de la existencia”. Frente a esta “noción de calidad de vida (…) reductiva y selectiva” (Juan Pablo II, 2005, marzo 12:32,5,2) alejada de su fundamento “en una recta antropología filosófica y teológica” (Juan Pablo II, 2005, marzo 12:32,5,1) y que mira sólo oportunidades de gozar, de probar placeres, o también “la capacidad de autoconciencia y participación en la vida social” (Juan Pablo II, 2005, marzo 12:32,5,2); es necesario tener presente “todas las dimensiones de la persona, en su armónica y recíproca unidad: la dimensión corpórea, la psicológica y la espiritual y moral” (Juan Pablo II, 2005, marzo 12:32,6,1), ya que “la salud se debe, pues, cuidar y atender como equilibrio físico-psíquico y espiritual del ser humano” (Juan Pablo II, 2005, marzo 12:32,7,3).

[3] Ya León XIII (1884:17,2) denunciaba que  también tiene la puesta de mira, con suma conspiración de voluntades, la secta de los Masones en arrebatar para sí la educación de los jóvenes. Ven cuán fácilmente pueden amoldar a su capricho esta edad tierna y flexible y torcerla hacia donde quieran, y nada más oportuno para lograr que se forme así para la sociedad una generación de ciudadanos tal cual ellos se la forjan. Por tanto, en punto de educación y enseñanza de los niños, nada dejan al magisterio y vigilancia de los ministros de la Iglesia, habiendo llegado ya a conseguir que en varios lugares toda la educación de los jóvenes esté en manos de laicos, de suerte que, al formar sus corazones, nada se les diga de los grandes y santísimos deberes que ligan al hombre con Dios.

[4] V.gr. puede verse al respecto el Semanario católico de información Alfa y Omega (2004, abril 22:19). Constata que una ley permisiva en el ámbito familiar como es el divorcio, favorece y potencia que haya más rupturas matrimoniales, en vez de disminuirlas. Cfr. etiam Gutierrez García (2001:173).

[5] Pues “nada tienen, en verdad, de aquella moderna cultura de la cual tanto se jactan, sino que son nefandas corruptelas que harían volver, sin duda, aun a los pueblos civilizados, a los bárbaros usos de ciertos salvajes” (Pío XI, 1930;19,3).

[6] La misma degradación moral en conductas de la sociedad tiene resonancias negativas en el plano psíquico de la persona. Un reciente informe presentado en el Congreso de los Diputados la ministra de Sanidad y Consumo, Elena Salgado, ofreció como dato el hecho que “los ingresos hospitalarios por psicosis ocasionadas por el consumo de drogas ilegales ha aumentado un 420% entre 1993 y 2002”. El fenómeno, dijo, “no es exclusivo de España, sino que, en mayor o menor grado, este esquema se repite en todos los países europeos” (La Provincia, 2005, marzo 18:5).

[7] Una reciente reseña publicada en The Times (Gledhill, 2005, March 5) de un elaborado informe realizado en el Reino Unido e Irlanda que establece las causas y consecuencias de la galopante deserción de fieles en las iglesias cristianas, y el Concilio Vaticano II catalizó brutalmente esta decadencia, aporta también comparaciones estadísticas de los últimos 150 años, en los cuales se demuestra que la asistencia a las iglesias ascendió desde la mitad del siglo XIX y tuvo su pico por el año 1905, cayendo luego en una firme declinación, que va en un paralelo, aunque en sentido inverso, con el aumento del crimen, el alcoholismo y los nacimientos fuera del matrimonio, los cuales alcanzaron su pico más bajo hacia finales del siglo XIX y no han cesado de crecer desde entonces.

[8] León XIII (1880:15.16.17) señala “cuan enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones” y la “creciente corrupción de costumbres” que el divorcio provoca: embotamiento de los sentidos, languidecimiento del pudor, aumento de infidelidades, siembra de odios, rebajamiento de la dignidad femenina, o malogramiento en la educación de los hijos. En definitiva, “arrastra a la sociedad a una ruina segura” (León XIII (1880:16). Cfr. etiam Pío XI (1930:13,1,2.34,3,4).

[9] Según Mons. Agustín García Gasco (2005, marzo 13) en una reciente carta pastoral titulada ¿A qué aspira la humanidad?, la misma violencia doméstica es consecuencia de la degradación moral. Denuncia igualmente que “muchos medios de comunicación, en especial la televisión, presentan como normales y buenas relaciones que esconden una falta de voluntad de entrega y compromiso”.

[10] Constata Petra Pérez Alonso-Geta (2005, marzo 10), catedrática de Antropología de la Educación en la Universidad de Valencia que el consumo indiscriminado de televisión en los niños produce consecuencias muy graves en la socialización de los niños. Apunta que el botellón a edades tempranas, la afición a los móviles, ver programas de adultos, ir a discotecas antes de tiempo, ponerse ropa que no corresponde a  su edad, las niñas que se pintan a los 11 años. Todo son manifestaciones de una misma realidad. Estamos asistiendo a algo muy problemático: la reducción de la infancia.

[11] La conspiración mundial se está llevando a cabo sutilmente bajo un disfraz de “nuevos derechos humanos”, siempre esclavizantes de la persona e impuestos por “organismos que muestran con una evidencia cada vez mayor que se consideran suministradores de derechos que deben ser globales según un diseño de gobierno mundial” (Ottonello 2004:796, noviembre-diciembre), de adquisición de nuevas “libertades” desligadas del fundamento metafísico de la persona, de igualdad, que supone la dictadura totalitaria de minorías, y de “fraternidad” universal, que enmascara una globalización imperativa y totalitaria en todas las parcelas de la vida social. En la trastienda oscura de este verdadero proceso revolucionario está una poderosa potencia, extraordinaria, que maneja en última instancia los hilos del poder oculto en el mundo (Ousset, 1972:184-189). Su fin: la dominación mundial política y económica, y para ello es preciso imbuir constantemente una espiritualidad inmanente que transforme a las personas en siervos, en zombis ambulantes; y acabar con la Iglesia Católica (León XIII:1884:20,1).

[12] Vollmer de Coles (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:796) apunta como filósofos de trasfondo para las feministas de género los estructuralistas tardíos de tendencia marxista, como Lacan, Foucault o Derrida. Alzamora (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:579) corrobora esta vinculación de la teoría del “feminismo de género” con “una interpretación neo-marxista de la historia”.

[13] Schooyans (2002) denuncia que las agencias de la ONU, dentro del proceso de establecimiento progresivo de un gobierno mundial, están instaurando una nueva concepción positivista del derecho. Se da una interpretación nueva de lo que son los “derechos humanos”, que dejarían de entroncarse con la verdad, la igualdad de protección y el  bien común, pasando a ser objeto de decisiones consensuales centrándose en el individuo y sus preferencias.

En idéntica línea Ottonello (2004:797,809, noviembre-diciembre) históricamente constata que, desde la época de los deístas y de los liberteris de principios del siglo XVII y del creciente dominio de la masonería desde el siglo XVIII hasta hoy, los llamados derechos humanos son reivindicados substancialmente en clave anticatólica y frecuentemente incluso anticristiana, mundializando tolerancias dictadas por un indiferentismo que, por una coherencia necesaria, desemboca en la más completa intolerancia de toda verdad que no aparezca empíricamente y rinda beneficios (…) El problema de los derechos humanos (…) es que están fundados sobre convenciones, substancialmente fruto de mayorías fluctuantes. Por lo que necesariamente, y cada vez con más frecuencia, conviven junto con el reconocimiento efectivo de derechos fundamentales nuevas formas de esclavismo, de tortura, de genocidio, (…) la normalización del aborto y de la eutanasia.

[14] Se obvia que no tenemos las mismas características e inclinaciones y se suprime la justa competencia profesional en un 100% de posibilidades para todos por igual según los conocimientos capacidades adquiridas, experiencias laborales y preferencias personales. Frente a la imposición de la “igualdad” totalitaria afirmamos con Goñi Zubieta (1999:42,43) que si habría actividades que, de alguna manera, son más idóneas para las mujeres que para los hombres, y viceversa (…) existen profesiones “masculinas” y profesiones “femeninas”. Históricamente, la mujer ha venido desempeñando actividades en las que más directamente ha podido expresar lo femenino. Estas actividades han estado marcadas por lo existencial (…) las profesiones más femeninas son aquéllas que tienen una relación más directa con la atención a los demás, con las personas más que con las cosas. Las últimas investigaciones neurológicas han puesto de manifiesto que la mujer tiene, por naturaleza, una mayor capacidad para escuchar, comunicar y relacionarse. Ello quiere decir que todas aquellas profesiones que requieren de estas aptitudes “femeninas” estarán mejor realizadas por mujeres que por hombres.

Profesiones “masculinas” serían las que requieren de utilización de mayor fuerza física continuada o las que impliquen más inteligencia espacial (Vázquez Vega, 2003:81), en el sentido de trabajar con objetos tridimensionales o con dibujos.

[15] La “agenda” está clara. En una entrevista a Michael Schooyans, la agencia Zenit (2000, octubre 11) reproduce unas palabras de la profesora Judith Mackay miembro de la OMS que sintetiza el querido y buscado progreso humano, y pretendido en un tiempo inmediato, como en el hecho de que, en el futuro: “Tan sólo algunos obstinados, ultraconservadores guiarán sus resistencias de retaguardia: las religiones aceptarán en todo el mundo la píldora y los demás anticonceptivos, admitirán homosexuales y lesbianas como sacerdotes, combatirán juntos en la ONU contra la discriminación sexual. Quien quiera tener descendientes podrá escoger niños a la medida en cuanto al coeficiente intelectual o al color del pelo. El `cybersex´ provocará la crisis entre las parejas: el erotismo virtual será la primera causa de los divorcios. Nadie se sentirá hombre o mujer para toda la vida, los papeles desaparecerán”.

Nos encontramos delante de un plan de “deconstrucción” cultural y educativo que busca subvertir la propia civilización cristiana. No conviene olvidar que estamos combatiendo en una guerra eminentemente espiritual. Los secuaces de Satanás lanzan “los ataques del infierno (…) [que tienen] ante todo por objeto la humanidad en general, en cuanto tiene de privilegio del Amor divino, después el orden cristiano y finalmente la Iglesia Católica” (Ousset, 1972:90).

[16] Cavalleri y Singer (1998:216,217) llegan a postular una “comunidad de iguales” del hombre con los simios superiores con garantía de derechos fundamentales, en los que estaría “la protección de la libertad individual”. La edición de este libro ha contado con el patrocinio de la cátedra de Medio Ambiente de la Universidad de Alcalá de Henares. El propio Singer (1984:150,151,156,157) llega a sostener que un pollo está por delante del feto humano en cualquier etapa del embarazo, puesto que “ningún feto es persona”, e incluso que “la vida de un recién nacido tiene menos valor que la de un cerdo, un perro o un chimpancé”.

[17] En la misma línea, y mostrando la concomitancia del liberalismo político con el positivismo jurídico, se pregunta el Cardenal Alfonso López Trujillo (El Rotativo 2004, diciembre 15:18) “¿cómo puede ser (…) que algo que ha sido reconocido por todas las legislaciones de todas las culturas y pueblos como es el matrimonio, en los últimos diez años se haya puesto en tela de juicio?” “Los parlamentos –reconoció-, sometidos a disciplina de partido, aprueban leyes bajo una cierta idea de democracia. Se cree que las leyes son buenas porque fueron aprobadas dentro del juego de la democracia, pero no porque hagan un bien al hombre y a la sociedad. El tema del bien común se vuelve algo fundamental. Si las leyes no revierten en beneficio del hombre no obligan”.

[18] También en perfecta sintonía con Juan Pablo II, advierte Elio A. Gallego (AcDP, 2005, marzo:20) el avance del relativismo ético en paralelo a la laicización progresiva de la sociedad. Afirma que “el laicismo, que más que una doctrina o una filosofía es una simple negación, ha planteado en las últimas décadas el asalto final a toda raíz cultural cristiana de Europa insistiendo en que la Iglesia Católica no es quien para decir qué es bueno y qué es malo, justo o injusto, porque el Estado moderno y soberano no debe aceptar lecciones de nadie. Se intenta eliminar el binomio autoritas/potestas” (…) Lo que está en juego hoy no es el porvenir de la Iglesia, sino el mismo futuro del hombre. Estamos asistiendo a un complejo proceso cultural que tiene en el relativismo su rasgo más característico, que tiene como finalidad la disolución de la razón y de los principios de la ley moral natural. Estamos asistiendo, por tanto, al nacimiento de una nueva cultura, el laicismo, que, cuanto más avanza, más intolerante se vuelve, proclive a imponer dogmáticamente la inexistencia de cualquier tipo de verdad, especialmente las de naturaleza religiosa”.

[19] El pecado al romper el equilibrio interior de la persona, en los planos físico, espiritual, emocional, psiquico y mental, incide negativamente en los juicios, pues impide juzgar con claridad, en la toma de decisiones prácticas y en la percepción de la realidad moral humana (Juan Pablo II, 1995:24,1). Por ello, el juicio y discernimiento rectos conforme a la verdad original requiere de la educación de la conciencia moral (Juan Pablo II, 1981:8,4).

[20] Nisi credederitis nulla corona datur.

Fuente Revista Arbil  nº 91